Una vez me topé frente a frente con la muerte, llegó de forma repentina, sin previo aviso. Tuvo el arrojo de llevarse con rapidez a uno de los seres a los que más he amado y que sigo amando en este mundo. Es extraño, pues nunca había pensado en la muerte cerca mío. La vida es sabia, nos hace vivir justo lo que se debe vivir en el instante preciso. Ni más ni menos. Sin saberlo, estaba preparada y ella también. Habíamos estado conversando sobre la muerte los meses previos, charlamos sobre su significado real, profundo y espiritual. En definitiva, la muerte no existe, es sólo una transición hacia otra vida, hay una trascendencia de tu espíritu y sigues viviendo, pero de otra forma, le decía yo. Ella me miraba y confiaba. Esas conversaciones nos alegraban, nos liberaban, las comentábamos juntas mientras compartíamos una rica carne y una ensalada a la chilena con mucho ají verde en el Santa Brasa, como cada domingo en la tarde, a veces después de ver una película. Luego me hacía preguntas como si fuera una niña y yo se las iba contestando con paciencia y ternura. La pasaba a dejar, ella me decía que era la mejor, eso me daba tanta risa, me decía que ella sí que me decía la verdad, que yo era una linda persona, que podía lograr lo que yo quisiera, que confiara y tuviera fe, que todo me saldría bien. Esas palabras me llenaban de tanto amor, me elevaban, y sí, las creía. Eran ciertos, pues ella lo sentía. Ella sí creía en mí. Cuando le contaba alguna experiencia complicada que estuviese pasando, se enojaba con la contraparte, me defendía, los insultaba...eso me producía tanta risa, me sacaba carcajadas. Nos despedíamos de cada encuentro con un abrazo muy apretado y un beso, nos decíamos te amo cada vez que nos veíamos y cada vez que hablábamos.
A veces me pregunto por qué se recuerdan más algunas situaciones, siendo que son tan simples y cotidianas. Guardo esa cálida sensación de llegar a mi departamento, abrir el refrigerador y encontrarme con una fuente con una carne a la cacerola y un pote con arroz con zanahorias y pimientos picados finitos; o una fuente con cuatro zapallitos italianos, sin aceite, sin queso; o la clásica tortilla de porotos verdes que tanto me gustaba. Es para que te alimentes bien y no comas sólo atún y ensaladas, eso no puede ser, trabajas mucho, me decía. Y yo pensaba que exageraba. Cuánta razón tenía. Una vez me acuerdo que me dijo algo que nunca olvidaré. Me llamó como a las 23:30 horas y me dijo ¿tienes el computador prendido?, le dije que sí. Me lo imaginaba, me dijo. ¿Sabes qué? Hazte un favor muy grande quieres y apágalo ahora, me expresó con mucha fuerza. Y así lo hice, lo apagué. Ahora no hay nadie que me llame para ver si tengo prendido o apagado mi computador en la noche, ni nadie que me cocine algo rico, eso que sólo ella sabía como hacerlo. Cómo se extrañan esos pequeños detalles.
Los días previos los recuerdo perfectamente, los he repasado mucho, no quiero olvidarlos, los atesoro adentro de mi corazón, con mucho celo, no quisiera perderlos. Fuimos a tomar once al Mozart, ella pidió un café cortado grande y bien caliente, yo un té y un sandwich, tenía mucha hambre, porque no había almorzado. Me retó porque estaba comiendo muy rápido, que eso me hacía mal, me dijo. Estábamos sentadas en la terraza techada, al fondo a la izquierda. Veo la mesa, nos veo sentadas junto a mi hermana. Conversamos sobre la vida, nos reímos, fue lindo. Al otro día fuimos a almorzar toda la familia al Apero y ella que comía muy poco sólo pidió verduras salteadas. Exigió que la atendiera la garzona que a ella le gustaba. Así se hizo. Estuvimos tranquilos. Le reconocimos que los perfumes que escogía eran exquisitos, que nos encantaban. Eso la hizo muy feliz, al fin se dan cuenta que tengo razón, nos dijo con aire señorial. Fuimos a la casa, y me dijo que debía hacer algo muy importante. Qué cosa es, le dije yo. Debes aprender a hacer tortillas, me dijo. Y me enseñó. Hicimos tortilla de zanahorias, ensayamos varias veces, estaba muy enfocada en que aprendiese a hacerla bien. Las hice bien. Lo disfrutamos, nos reíamos de este logro, era una maravilla, ya sabía cocinar algo rico y sano, sin aceite, me dijo. Nos despedimos, nos abrazamos, nos dimos el último beso. Ninguna de las dos lo sabía.
Su voz la he ido olvidando un poco, tontamente borré todos los mensajes de mi anterior celular, donde tenía tantos llamados de ella retándome, para qué tienes teléfono si no lo respondes, alegaba. Me gustaba escuharlos, me daban tanta risa, me enternecían. La única manera en que ahora puedo escuchar su voz es en sueños. Nos encontramos allí. Pido antes de dormir, quiero soñar contigo, veámonos, ¿te parece? Y sueño que ella está viva, vivimos aventuras, a veces muy sencillas, no pasan grandes cosas, conversamos mucho, le cuento cómo estoy, ella me orienta, me da ánimo, me defiente ante todo y ante todos, puedo percibir su olor y la suavidad de su piel, siento amor puro y profundo, siento esa dulzura y esa calidez encantadora. Hasta que tenemos que despedirnos. Yo estoy muy bien, me quedo acá, pero tú tienes que volver, tienes mucho por hacer y por vivir, me dice. No lo acepto, grito, lloro, la abrazo muy fuerte como si fuera una pequeña desvalida, no quiero que me deje. Ella sonríe, tiernamente me explica que ella sí vive, pero de otra forma. Tiene una serenidad preciosa, se ve más joven y hermosa. La miro y le creo. Confío. La suelto, la dejo ir. Despierto y agradezco el encuentro, fue real y cierto.
Siento paz, quietud y plenitud.
Gracias por leer.
*Post escrito escuchando la "Serenata de Schubert" interpretada en castellano por Lucho Gatica https://www.youtube.com/watch?v=kwULobrL4eA